La absurda y equivocada idea de todos esos zapatos que pasan
a mi lado. Aquellos que apenas tienen ojos, ni tacto. Tan sólo un apreciado y
disimulado alejado desprecio. Uno de los tantos prejuicios que habitan en las
calles de mi ciudad. El error de creer que nuestra preocupación viene dada por
la ausencia de un espacio propio, por la llegada del frío. Y digo ‘nuestra’
vulgarmente, porque parece que todos aquí somos una única unidad
indiferenciable, y las acciones de uno serán las acciones de todos nosotros. Un
nosotros que es tan indivisible y fragmentable que nunca se había escuchado
antes una unión tan frágil y fuerte a la vez. Una etiqueta definida por
aquellas bocas con derecho suficiente a clasificar seres humanos. Y son,
principalmente, esos seres mayores lo que llevan los zapatos más limpios y
rápidos. Aquellos sin ojos ni respeto.
Creo perderme. Día tras día un poco más, más lejos de mí, de
quién era, de quien todavía soy. Mi identidad, y con ellas todas las personas
que habitaban en mí. Pero, día tras día, me pregunto si estos rápidos zapatos suelen caminar solos también.
Si su prisa les permite preguntarse cómo están y dónde estarán sus personas. Si
saben con certeza dónde están ellos también.
Así que si, nuestros zapatos sucios caminan lentos, pero libres, con
tacto y muchos, muchos ojos abiertos.
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