jueves, 26 de febrero de 2015

El otro día me quedé un rato más dormida, con esa apetecible y risueña pereza con la que de pronto las sábanas se vuelven más cálidas por las mañanas, y nos atrapan. Una vez conseguí despertar mis ojos y mi cabeza, tuve que hacerlo todo rápido y mal, como cada mañana, cuando el desayuno se reduce a un par de galletas que mordisqueas mientras te lavas los dientes. Creedme, no sabéis como se puede llegar a disparar la creatividad de una persona en tan solo unos minutos: incluso cuando fui a abrocharme los zapatos inventé una nueva forma de atar los cordones entre las prisas y la impaciencia. Después de todo el día, al llegar a casa agotada, intenté desatarlos, pero al ver que era complicado, con un empujón de un pie a otro me los quité sin desabrochar.
A la mañana siguiente procuré levantarme a su hora -hasta con uno o dos minutos de margen- para no caer en el mismo error y poder ser más cuidadosa con todo. Pero, como siempre, volví a quedarme sin tiempo y el tiempo sin mi, así que sencillamente metí los zapatos en mis apurados pies e hice otro pequeño nudo para, asegurarme al menos, de que no me tropezaría con ellos -ni conmigo-.
Esto se repitió mañana tras mañana. Hasta que llegó el límite.
Entonces, mis pies, algo enojados ya, decidieron por si solos que no volverían a entrar ahí sino fuera delicadamente. De este modo estuve horas y horas trabajando en quitar los malditos nudos y nudos que se habían ido acumulando, pero me fue imposible. Así que tiré por la vía fácil, cogí las tijeras y los corté. Satisfecha por fin, para mi sorpresa, cuando intenté atarlos de nuevo me di cuenta de que eran demasiado cortos y a penas podía iniciar el lacito del principio.
Completamente frustrada me quité los zapatos y los tiré. Como si fueran ellos los que realmente tuvieran la culpa de todo esto. No quería volver a verlos.

Desde entonces ando descalza, y cada vez que noto una de las mil piedrecitas, clavos, colillas o cristales por el suelo mis pies me recuerdan cómo y por qué aprender a ser paciente y diligente.
-Debería decir- pero, la realidad es que, desde entonces, nunca más tuve zapatos de cordones.

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